viernes, 21 de julio de 2017

¡EVOHÉ, EVOHÉ!!!

La autenticidad, el arte de ser uno mismo... Esto es algo que cada día valoro más. Claro que eso implica conocernos... ¡Y atrevernos! Dedicamos demasiado tiempo y demasiado esfuerzo a agradar, a intentar complacer, para evitar disgustos, críticas... ¡Cuánto sufrimiento inútil! Es imposible gustar a todo el mundo, IMPOSIBLE, y agotador es vivir intentándolo (lo digo por experiencia propia).
Primero, eso sí, hay que dedicarse un tiempo a conocerse a uno mismo. Para eso hay que sumergirse en las aguas profundas del ser (a veces vivimos crisis personales que nos ayudan a realizar este importante proceso de inmersión imprescindible para la conquista de la felicidad). Luego toca hacer limpieza, liberarnos de todo aquello que no somos (pautas familiares y/o sociales, conceptos aprendido en la escuela o en la tele, falsas creencias, etc.), cosa que también puede suceder drásticamente con la llegada de algún terremoto personal (también conozco bien esta etapa del camino).
Y luego... Ligereza. Te libraste por fin de ir cargando con lastres inútiles. Te liberaste de imposiciones propias o ajenas. Soltaste todo para quedarte en la esencia de lo que eres, de lo irreductible en ti, de tu Yo Auténtico.
Y entonces... ¡A vivir!!!! ¡A bailar y celebrar!!! A gozar y a descubrir el verdadero sabor de la existencia. Sí, entonces pareces una loca, un loco... Eso mismo parecían los antiguos iniciados de los Misterios Órficos de la antigüedad dedicados al dios Diosnisos o Baco y que hablaban del sagrado proceso de morir y nacer de nuevo. Eso parecían las bacantes, sacerdotisas del mismo dios, divinidad del vino y la celebración y la alegría, cuando entonaban su invocación: ¡EVOHÉ!
¡EVOHÉ, EVOHÉ! Un grito de resurrección para quien ha muerto y de nuevo ha vuelto a nacer. ¿A quién le importa entonces ser perfecto? Al fin y al cabo, ¿es posible no serlo? Cuando resucitas, descubres que todo, todo, todo (incluso tú) es pura y preciosa perfección. ¡EVOHÉ, EVOHÉ!


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