Antes de adentrarme en la interpretación simbólica del mito del Minotauro, quiero compartir un viejo texto que forma parte de mi novela inédita Mar y el laberinto (A Ínsua-Ponte Caldelas-Pontevedra, 1996). Es uno de mis capítulos favoritos y espero que lo disfrutes:
ANDAR SOBRE LAS MANOS
Abandonó la plaza y giró a la
izquierda. Dio cinco pasos y vio al acróbata. Bailaba sobre sus manos silbando
una alegre melodía y parecía no haberse dado cuenta de que alguien lo observaba
con expresión perpleja. De un salto giró en el aire y cayó sobre sus pies justo
frente a ella.
–Hola –dijo el equilibrista con reverencia
bufonesca, sin sorprenderse demasiado al descubrir a su única espectadora.
–Hola –contestó Mar repitiendo su gesto.
–¿Qué? ¿Perdida en el laberinto?
El chico, como si no esperara
obtener respuesta alguna a su pregunta, volvió a su posición invertida y
reinició la danza.
–¿Bailas conmigo? –le preguntó a Mar,
quien, entre divertida y asombrada, no daba crédito a sus ojos.
–Es que yo no sé bailar como tú
bailas –contestó.
–¿No te va el rigodón? Si es ese el
problema, bailaremos una polka. Yo adoro las polkas, ¿tú no?
Entonces empezó a silbar otra
canción y a trotar sobre sus manos, sosteniéndose ora sobre la derecha, ora
sobre la izquierda y dando de vez en cuando palmadas en el aire.
–¿Qué, te animas?
–Pero... Es que yo no sé mantenerme
sobre las manos.
Como si Mar hubiera pronunciado una frase
maldita, al oír aquello el acróbata perdió el equilibrio y cayó. Dio unas
cuantas volteretas en el suelo y finalmente se incorporó de un brinco.
–Ay, niña, niña, tú no sabes dónde
te has metido. ¿No te dieron ningún folleto en la entrada del laberinto
explicándote las distintas pruebas por las que tendrías que pasar? Ya veo que
no. Pues bien, tengo que comunicarte que acabas de entrar en una calle por la
que sólo puedes avanzar andando sobre tus manos, dando la espalda a lo que
tienes por delante y mirando a lo que dejas atrás. Es muy sencillo, mira.
Y de un salto volvió a recobrar su
posición invertida, mostrándole a Mar cómo tenía que hacerlo ella si quería
salir de aquella calle.
–¿Y no hay posibilidad de
retroceder?
–Imposible. Son las reglas de esta
calle. Lo dice el folleto.
–¡Pero a mí nadie me dio ningún
folleto, yo no sabía que iba a tener que hacer algo tan difícil!
–Yo no tengo la culpa. Yo no he
hecho las normas.
Nunca hasta entonces, desde que David
la introdujera en el laberinto, había tenido Mar una sensación tan fuerte de
estar atrapada. Hubiera querido llorar, gritar, maldecir, pero las piruetas de
aquel acróbata la hacían reír, reía a carcajadas cada una de sus cómicas
pantomimas.
–Así me gusta, niña. Cuanto más
rías, más fácil te será. ¿No te atreves a intentarlo?
–Pero, ¿y si caigo?
–¿Así que ya estás en la fase del “y–si–caigo”?
Esos es buena señal, significa que has empezado a planteártelo. Pues te
recomiendo que te armes de valor y lo intentes, ya que si no... Mira, ¿ves ese
montón de huesos frente a aquel portal? Ellos no fueron capaces de superar la
fase del “y–si–caigo”... Y ahí los tienes: un montículo de cráneos, tibias y
fémures que la gente confunde con una instalación de arte contemporáneo a la
que sacan fotografías para luego presumir de modernos delante de sus amigos.
¿No querrás tú que tus lindos huesitos vayan a parar a la fosa común de los pusilánimes?
¿A que no? Pues venga, ¡a andar sobre las manos!
Mar miró aquel montón de huesos y
comprendió que lo único que podía hacer era intentarlo. Se acercó a la pared y,
recuperando antiguas artes de colegiala, se apoyó sobre las manos e hizo el
pino.
–¡Muy bien, bravo! –aplaudía el
equilibrista. –Has empezado justo por donde hay que empezar. Ahora... ¡Venga! ¡A
andar se ha dicho!
Pero, por más que lo intentaba,
parecía que los pies se le hubieran quedado pegados a aquella pared que la
sostenía y de la que no era capaz de separarse.
–Vaya –dijo el acróbata apenado–. ¡Con lo bien que
habías comenzado!... Mira, te voy a decir una frase mágica para ver si te sirve
de ayuda... Es algo que leí en la introducción de de un libro que me gustó
mucho... ¿Cómo era? ¡Ah, sí! Escucha: “¿Acaso le es posible al hombre ponerse
en pie sobre otra cosa sino sobre el riesgo?”. ¿Has oído bien? “¿Acaso le es
posible al hombre ponerse en pie sobre otra cosa sino sobre el riesgo?”.
Repito: “¿Acaso le es posible al hombre ponerse en pie sobre otra cosa sino
sobre el riesgo?”...
Esa frase que el equilibrista repetía una y otra vez fue
convirtiéndose poco a poco en una canción. Y Mar, seducida por aquella balada
que invitaba al riesgo, empezó a danzar sobre sus manos como nunca creyó que
pudiese hacerlo. Y así avanzó y avanzó, con la mirada puesta en aquel triste
montículo de huesos cada vez más pequeño, más lejano; viéndolo desaparecer y
riendo; transportada por aquel cántico hacia el final de la calle.
–¡Ves, yo tenía razón! –exclamó satisfecho el
saltimbanqui. –Es fácil, muy fácil. ¿Bailamos?
Y, entonando el acróbata de nuevo su
canción, bailaron y bailaron, rieron y rieron, hasta que la calle del andar
sobre las manos terminó.
–Bueno, ya está. Prueba superada.
Y con un triple salto mortal
volvieron a colocarse sobre los pies.
–¡Qué fácil ha sido! –exclamó Mar, jadeante.
–Ya te lo dije, está chupado. Todo
consiste en superar la fase del “y–si–caigo”. Una vez das el primer paso, ya
casi has llegado al final.
Al despedirse del equilibrista, Mar
quiso saber de quién era aquella frase que la había salvado de acabar en la
fosa común de los pusilánimes.
–No sé –contestó el
saltimbanqui. No lo recuerdo. Me imagino que de un señor listo y con bigote.
Y, volviéndose a colocar sobre la
palma de las manos, el joven acróbata reanudó su danza.
–¡Estaba tirado, ya te lo dije! –repetía al alejarse–. Y yo nunca miento.

Como yo sí recuerdo quién fue el señor listo y con bigote que escribió la frase de poder que utiliza el acróbata, quiero aprovechar la ocasión para agradecérsela al filósofo Miguel Morey. La descubrí en la lectura del pre-texto que escribió en una magnífica edición del poético libro de Jean Genet Para un funámbulo (Ed. José J. Olañeta, 1979). El libro lo presté para siempre hace años, pero recuerdo otra frase del mismo, esta del propio Genet, con la que me sentía muy identificada por aquel entonces: "El suelo te hará tropezar".
He aprendido a amar el suelo gracias a las raíces de Dóron. No he tenido que renunciar a nada, de hecho nunca hace falta renunciar a nada: se trata de abrazar e integrar. Pero del abrazo integral hablaremos otro día. Hoy tocaba hablar sobre el riesgo, ese perfume en el aire que respiro mientras experimento el gozo del ineludible y necesario salto al vacío al que todos hemos sido llamados.