Como amante de ese símbolo iniciático por excelencia que es el
laberinto, hay un mito que me fascina por encima de otros: el del Minotauro.
Como si de un cuento de hadas se tratara,
tenemos a una princesa, a un héroe y a un monstruo, triángulo que se repite con
frecuencia en mitos y cuentos (la leyenda de San Jorge es un buen
ejemplo).
La princesa siempre simboliza el alma. El héroe, el personaje en
el que el alma encarna. En este caso podríamos relacionar el famoso hilo de
Ariadna con el cordón de plata que liga nuestro ser espiritual al
físico-mental-emocional: Teseo, sin su vínculo con Ariadna, sería fácilmente
víctima del Minotauro (su animalidad personal) y del propio Laberinto (el
intrincado camino de la vida humana). Dicho de otra manera: encarnamos para
fortalecer el vínculo con nuestra alma y vencer nuestros más bajos instintos,
enfrentándonos a las pruebas que nos trae el difícil camino de la vida.
Como resulta fácil observar, el mito habla de nosotros, de cada
uno de nosotros, y ese es el mismo tema de todos los buenos cuentos de hadas.
De ahí la imperecedera validez del mensaje de mitos y cuentos.
Pero hay un episodio que forma parte de este mito y que a veces es
dejado al margen, siendo para mí el más delicioso bocado de esta historia
fascinante.
Tras vencer Teseo al Minotauro con la ayuda de la princesa de
Creta (ayuda surgida del amor que esta experimentaba por el héroe) ambos
huyeron hacia Atenas, de cuyo trono Teseo era heredero. En su viaje de retorno, hicieron
escala en la isla de Naxos… Y aquí la historia da un giro inesperado, en el que
el héroe se comporta de forma poco heroica y abandona a Ariadna. ¿Por qué, tras
demostrar tanta nobleza y valentía, cae Teseo en tamaña vileza? La respuesta
quizás la tenga un dios alegre y borrachín llamado Dionisos, pues parece ser
que pudo ser él quien ordenara a Teseo abandonar a Ariadna.
Pero ya hemos dicho que todos los personajes del mito y del cuento hablan de cada uno de
nosotros, así que preguntémonos ¿quién es Dionisos en mí?
Primero hará falta narrar el episodio de Naxos. Como antes dije,
Teseo abandonó a su dama, es decir, a su alma: el ser humano pierde su conexión álmica, la
abandona. Eso provoca la consiguiente pena del alma: el llanto de Ariadna en la
isla de Naxos. Todo parece perdido. Pero entonces, ocurre la epifanía: al
reclamo de su tristeza desconsolada, acude el dios de la alegría con su cortejo
festivo. Por lo visto, él ya estaba enamorado de Ariadna, incluso hay rumores
de que fue él quien ordenó a Teseo la retirada para poder desposar a la
princesa cretense. Y regresa entonces la pregunta, ¿quién es Dionisos en mí? Dionisos
no es otro que Teseo divinizado, es decir, las nupcias entre el olímpico y la
cretense no son otra cosa que esa boda al final del cuento de hadas que nos
recuerdan que nuestro destino como almas que encarnan para experimentar la vida
humana es la divina alegría o, dicho de otro modo, el conocido “felices para
siempre” de los cuentos: la alianza alquímica entre todos los aspectos duales
de la realidad (luz y oscuridad, espíritu y materia, masculino y femenino, bien
y mal… Yin y Yang): el fin de la dualidad, el retorno a la conciencia de Unidad,
pero enriquecidos por la historia, es decir, por la experiencia humana.

Tras escribir estos párrafos, siento que me conozco mejor a mí
misma: esa laberíntica complejidad que a veces experimento y esa hebra de luz
que a veces siento. Cada vez que me sumerjo en un cuento o en un mito,
alumbrada por la titilante Luz del Símbolo, me reconozco.
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