sábado, 9 de mayo de 2015

EL MITO COMO ESPEJO

Como amante de ese símbolo iniciático por excelencia que es el laberinto, hay un mito que me fascina por encima de otros: el del Minotauro.

Como si de un cuento de hadas se tratara, tenemos a una princesa, a un héroe y a un monstruo, triángulo que se repite con frecuencia en mitos y cuentos (la leyenda de San Jorge es un buen ejemplo). 

La princesa siempre simboliza el alma. El héroe, el personaje en el que el alma encarna. En este caso podríamos relacionar el famoso hilo de Ariadna con el cordón de plata que liga nuestro ser espiritual al físico-mental-emocional: Teseo, sin su vínculo con Ariadna, sería fácilmente víctima del Minotauro (su animalidad personal) y del propio Laberinto (el intrincado camino de la vida humana). Dicho de otra manera: encarnamos para fortalecer el vínculo con nuestra alma y vencer nuestros más bajos instintos, enfrentándonos a las pruebas que nos trae el difícil camino de la vida.

Como resulta fácil observar, el mito habla de nosotros, de cada uno de nosotros, y ese es el mismo tema de todos los buenos cuentos de hadas. De ahí la imperecedera validez del mensaje de mitos y cuentos.

Pero hay un episodio que forma parte de este mito y que a veces es dejado al margen, siendo para mí el más delicioso bocado de esta historia fascinante.

Tras vencer Teseo al Minotauro con la ayuda de la princesa de Creta (ayuda surgida del amor que esta experimentaba por el héroe) ambos huyeron hacia Atenas, de cuyo trono Teseo era heredero. En su viaje de retorno, hicieron escala en la isla de Naxos… Y aquí la historia da un giro inesperado, en el que el héroe se comporta de forma poco heroica y abandona a Ariadna. ¿Por qué, tras demostrar tanta nobleza y valentía, cae Teseo en tamaña vileza? La respuesta quizás la tenga un dios alegre y borrachín llamado Dionisos, pues parece ser que pudo ser él quien ordenara a Teseo abandonar a Ariadna.

Pero ya hemos dicho que todos los personajes del mito y del cuento hablan de cada uno de nosotros, así que preguntémonos ¿quién es Dionisos en mí?

Primero hará falta narrar el episodio de Naxos. Como antes dije, Teseo abandonó a su dama, es decir, a su alma: el ser humano pierde su conexión álmica, la abandona. Eso provoca la consiguiente pena del alma: el llanto de Ariadna en la isla de Naxos. Todo parece perdido. Pero entonces, ocurre la epifanía: al reclamo de su tristeza desconsolada, acude el dios de la alegría con su cortejo festivo. Por lo visto, él ya estaba enamorado de Ariadna, incluso hay rumores de que fue él quien ordenó a Teseo la retirada para poder desposar a la princesa cretense. Y regresa entonces la pregunta, ¿quién es Dionisos en mí? Dionisos no es otro que Teseo divinizado, es decir, las nupcias entre el olímpico y la cretense no son otra cosa que esa boda al final del cuento de hadas que nos recuerdan que nuestro destino como almas que encarnan para experimentar la vida humana es la divina alegría o, dicho de otro modo, el conocido “felices para siempre” de los cuentos: la alianza alquímica entre todos los aspectos duales de la realidad (luz y oscuridad, espíritu y materia, masculino y femenino, bien y mal… Yin y Yang): el fin de la dualidad, el retorno a la conciencia de Unidad, pero enriquecidos por la historia, es decir, por la experiencia humana.
 

Tras escribir estos párrafos, siento que me conozco mejor a mí misma: esa laberíntica complejidad que a veces experimento y esa hebra de luz que a veces siento. Cada vez que me sumerjo en un cuento o en un mito, alumbrada por la titilante Luz del Símbolo, me reconozco.

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