lunes, 25 de mayo de 2015

Bocadito de Tiempo Nuevo

–Todas las mañanas, un hombre recorre el Gran Parque, corriendo hacia ninguna parte. Sus piernas son fuertes y se entrena para que así sean, preparándose para correr maratones… O eso cree él. Lo que yo sé es que un día ese atleta podrá ser un héroe gracias a esas piernas robustas, pues ese día podrá tomar entre sus brazos a un niño y correr rápido, muy rápido, alejándolo del peligro. Quien ahora lo vea correr por el parque, solo verá a un hombre haciendo jogging; yo siempre he visto a un héroe preparándose para realizar su sagrada misión.
–¡Qué suerte poder ver así a las personas!– suspiró Guadalupe. –Me encantaría saber qué has visto en mí.
–¡En ti he visto maravillas! He visto un dolor muy grande con el que te identificas demasiado, pero tú no eres ese dolor: tú eres aquello que hagas con él. De momento, gracias a ese dolor y a la profunda tristeza que lo acompaña, te has convertido en la lectora, mi lectora, y, gracias a ti, este viejo árbol ha podido adentrarse en mundos fascinantes. ¿Te parece esto poca cosa?
Guadalupe no respondió, pues sabía que no hacía falta hacerlo.
–Pero en ti he visto mucho más: he visto una valentía dormida que anhela despertarse y actuar, he visto una fuerza capaz de hacer añicos muros y barrotes, he visto una creatividad capaz de inventar una nueva vida para ti… ¡Y no solo para ti! El mundo es grande, Guadalupe, y está lleno de oportunidades para aquellos que osan aventurarse en él.
El primer día del tiempo nuevo.
Un cuento filosófico de Mercè Alegría.
Prólogo de Emilio Carrillo.
Ediciones Ende y www.evoludica.com

sábado, 16 de mayo de 2015

UN MUNDO NUEVO LO NECESITA TODO NUEVO.

Un tiempo nuevo necesita una nueva forma de medir el tiempo.

Un futuro nuevo necesita una nueva Historia. Quizás, incluso, un nuevo pasado.

Una realidad nueva necesita una nueva filosofía.

Una sociedad nueva necesita una política nueva y a nuev@s ciudadan@s.

Un nuevo juego necesita nuevas reglas.

Un nuevo paradigma necesita nuevas preguntas.

Una pregunta nueva necesita una respuesta nueva. Si no, la ciencia moriría.

Una mirada nueva necesita un nuevo arte. Y sentidos nuevos para apreciarlo.

Un arte nuevo necesita artistas nuevos.

Una nueva vida necesita una nueva forma de experimentar la muerte.

Una Nueva Tierra necesita un Nuevo Cielo.

Un amor nuevo necesita una nueva conciencia. Precisamente de eso va este cuento.

Un cuento nuevo necesita, sin embargo, la presencia de los mismos símbolos.

Lo eterno es lo eterno es lo eterno... Es.

UNA VIDA NUEVA TE NECESITA A TI.
A TI, QUE SIENTES QUE NECESITAS UNA VIDA NUEVA.

viernes, 15 de mayo de 2015

LOS SÍMBOLOS

Los símbolos son fascinantes ventanas que se asoman a lo desconocido

Los símbolos son las palabras con las que el Gran Misterio escribe sus poemas.

Los símbolos son fuente de revelación a la que llegamos sedientos.

Los símbolos nos unen al Gran Misterio como ninguna otra cosa.

Los símbolos están por todas partes.

Todo es susceptible de tener una lectura simbólica.

Busca el símbolo que quiere hablarte y deja que se sincere contigo.

Tu casa es simbólica. Tu vida es simbólica.

Si quieres cambiar tu vida, cambia tus símbolos.

Encuentra el nuevo símbolo que ahora necesitas.

Símbolos. Metáforas. Alegorías,




lunes, 11 de mayo de 2015

DESEO Y AUTOCONOCIMIENTO

En mi voluntad de expulsar a los mercaderes del templo, procuro estar atenta a responder desde la conciencia a la voracidad del consumismo. Un paseo por Barcelona puede ser, además de un gran placer, una prueba de coherencia.

Ayer viví una inmersión en el seductor barrio del Born: un lugar hermoso lleno de cosas hermosas. Desde los escaparates, los objetos emulan a la prostitutas de Amsterdam y apelan a nuestros más reprimidos deseos. Y como quien  no puede evitar excitarse ante la tentación de la carne, hubiera resultado fácil dejarse poseer por cualquiera de aquellas mercancias, ya fueran bolsos, zapatos o vajillas de exquisito diseño. Afortunadamente era domingo. Afortunadamente huyo del despilfarro. Pero constato el deseo, porque el deseo existe: el deseo de poseer más y más y más objetos. El deseo como prueba sagrada.

Escucho una voz que se parece a la mía recordarme que de nada sirve reprimir deseos, que los deseos están para ser satisfechos. Entonces recuerdo la conversación que entablan Piero, el agricultor, y Dóron en el capítulo 15 de El primer día del tiempo nuevo, cuando el sabio protagonista le recuerda a su interlocutor: "(La conciencia) habla de sí misma a través de los deseos. Si no te gustan tus deseos, en vez de sentirte culpable, alégrate: tu conciencia ha entrado en transición". Así me siento: un ser en transición al que de nada le sirve negar sus deseos, por incómodos que le resulten. ¿Cuál es el consejo que Dóron le da a Piero? Sorprendente: cae en la tentación, no te resistas, no luches. Un método peligroso, dice el chico. Tal vez, pero el único verdaderamente efectivo: solo puedo dejar de desear viviendo plenante ese deseo hasta el final. Es "cayendo en la tentación", mirándole fíjamente a los lascivos ojos de nuestro objeto de deseo y dando rienda suelta a nuestras pulsiones que lograremos dejar de desear, aunque sea momentáneamente... Saciándonos... Saciándonos para inmediatamente volver a desear otra cosa, un nuevo objeto del deseo que parece llegado para sustituir al aneterior en un serie infinita. 

¿Cuándo se acabará el deseo? Solo cuando conozcamos su origen. Tiene tanta fuerza ese "objeto del deseo" que nos olvidamos del sujeto. ¿Quién desea? Yo, respondería cualquiera... ¡Cómo si tuviesemos la más mínima idea de quién es ese "yo"! El contenido de esta sílaba mágica, de esta palabra que va de boca en boca sin que nadie sepa de qué está hablando, es tan huidizo como tu propio culo cuando intentas vértelo por encima de la espalda. 


¿Será ese "yo" la clave del deseo, el responsable de la insaciabilidad humana? Pienso ahora en el "yo" no como sujeto, sino como objeto: el deseo nunca cesa porque nunca hallamos lo que en verdad estamos buscando, ningún objeto nos satisface definitivamente porque todos los objetos son trasunto de un objeto invisible. Tiene senido. Entonces, ¿se puede saber qué estamos buscando? ¿Qué perseguimos en todas las cosas? ¿Qué, sino a nosotros mismos? 


Quizás no haya más objeto que el sujeto, así del deseo como del conocimiento. 


Tenía razón el lema del Oráculo de Delfos. Siempre la tuvo: Conócete a ti mismo. 


Pues solo cuando Te descubres a Ti mismo, el caos se ordena.


Por cierto, al final caí tres veces en la tentación (los libros a 1€ son mi perdición, lo reconozco):


La vida y Las moradas, de Santa Teresa de Jesús. 


La poética del espacio, de Gaston Bachelard.


Y Hiperión (Versiones previas) de Friedrich Hölderlin.


¿Deseos paradigmáticos? Nuestros deseos nos revelan a nosotros mismos con elocuencia.



sábado, 9 de mayo de 2015

EL MITO COMO ESPEJO

Como amante de ese símbolo iniciático por excelencia que es el laberinto, hay un mito que me fascina por encima de otros: el del Minotauro.

Como si de un cuento de hadas se tratara, tenemos a una princesa, a un héroe y a un monstruo, triángulo que se repite con frecuencia en mitos y cuentos (la leyenda de San Jorge es un buen ejemplo). 

La princesa siempre simboliza el alma. El héroe, el personaje en el que el alma encarna. En este caso podríamos relacionar el famoso hilo de Ariadna con el cordón de plata que liga nuestro ser espiritual al físico-mental-emocional: Teseo, sin su vínculo con Ariadna, sería fácilmente víctima del Minotauro (su animalidad personal) y del propio Laberinto (el intrincado camino de la vida humana). Dicho de otra manera: encarnamos para fortalecer el vínculo con nuestra alma y vencer nuestros más bajos instintos, enfrentándonos a las pruebas que nos trae el difícil camino de la vida.

Como resulta fácil observar, el mito habla de nosotros, de cada uno de nosotros, y ese es el mismo tema de todos los buenos cuentos de hadas. De ahí la imperecedera validez del mensaje de mitos y cuentos.

Pero hay un episodio que forma parte de este mito y que a veces es dejado al margen, siendo para mí el más delicioso bocado de esta historia fascinante.

Tras vencer Teseo al Minotauro con la ayuda de la princesa de Creta (ayuda surgida del amor que esta experimentaba por el héroe) ambos huyeron hacia Atenas, de cuyo trono Teseo era heredero. En su viaje de retorno, hicieron escala en la isla de Naxos… Y aquí la historia da un giro inesperado, en el que el héroe se comporta de forma poco heroica y abandona a Ariadna. ¿Por qué, tras demostrar tanta nobleza y valentía, cae Teseo en tamaña vileza? La respuesta quizás la tenga un dios alegre y borrachín llamado Dionisos, pues parece ser que pudo ser él quien ordenara a Teseo abandonar a Ariadna.

Pero ya hemos dicho que todos los personajes del mito y del cuento hablan de cada uno de nosotros, así que preguntémonos ¿quién es Dionisos en mí?

Primero hará falta narrar el episodio de Naxos. Como antes dije, Teseo abandonó a su dama, es decir, a su alma: el ser humano pierde su conexión álmica, la abandona. Eso provoca la consiguiente pena del alma: el llanto de Ariadna en la isla de Naxos. Todo parece perdido. Pero entonces, ocurre la epifanía: al reclamo de su tristeza desconsolada, acude el dios de la alegría con su cortejo festivo. Por lo visto, él ya estaba enamorado de Ariadna, incluso hay rumores de que fue él quien ordenó a Teseo la retirada para poder desposar a la princesa cretense. Y regresa entonces la pregunta, ¿quién es Dionisos en mí? Dionisos no es otro que Teseo divinizado, es decir, las nupcias entre el olímpico y la cretense no son otra cosa que esa boda al final del cuento de hadas que nos recuerdan que nuestro destino como almas que encarnan para experimentar la vida humana es la divina alegría o, dicho de otro modo, el conocido “felices para siempre” de los cuentos: la alianza alquímica entre todos los aspectos duales de la realidad (luz y oscuridad, espíritu y materia, masculino y femenino, bien y mal… Yin y Yang): el fin de la dualidad, el retorno a la conciencia de Unidad, pero enriquecidos por la historia, es decir, por la experiencia humana.
 

Tras escribir estos párrafos, siento que me conozco mejor a mí misma: esa laberíntica complejidad que a veces experimento y esa hebra de luz que a veces siento. Cada vez que me sumerjo en un cuento o en un mito, alumbrada por la titilante Luz del Símbolo, me reconozco.

jueves, 7 de mayo de 2015

¿ACASO LE ES POSIBLE AL SER HUMANO PONERSE EN PIE SOBRE OTRA COSA SINO SOBRE EL RIESGO?

Antes de adentrarme en la interpretación simbólica del mito del Minotauro, quiero compartir un viejo texto  que forma parte de mi novela inédita Mar y el laberinto (A Ínsua-Ponte Caldelas-Pontevedra, 1996). Es uno de mis capítulos favoritos y espero que lo disfrutes:

ANDAR SOBRE LAS MANOS 
Abandonó la plaza y giró a la izquierda. Dio cinco pasos y vio al acróbata. Bailaba sobre sus manos silbando una alegre melodía y parecía no haberse dado cuenta de que alguien lo observaba con expresión perpleja. De un salto giró en el aire y cayó sobre sus pies justo frente a ella.
–Hola dijo el equilibrista con reverencia bufonesca, sin sorprenderse demasiado al descubrir a su única espectadora.
–Hola contestó Mar repitiendo su gesto.
–¿Qué? ¿Perdida en el laberinto?
El chico, como si no esperara obtener respuesta alguna a su pregunta, volvió a su posición invertida y reinició la danza.
–¿Bailas conmigo? le preguntó a Mar, quien, entre divertida y asombrada, no daba crédito a sus ojos.
–Es que yo no sé bailar como tú bailas contestó.
–¿No te va el rigodón? Si es ese el problema, bailaremos una polka. Yo adoro las polkas, ¿tú no?
Entonces empezó a silbar otra canción y a trotar sobre sus manos, sosteniéndose ora sobre la derecha, ora sobre la izquierda y dando de vez en cuando palmadas en el aire.
–¿Qué, te animas?
–Pero... Es que yo no sé mantenerme sobre las manos.
Como si Mar hubiera pronunciado una frase maldita, al oír aquello el acróbata perdió el equilibrio y cayó. Dio unas cuantas volteretas en el suelo y finalmente se incorporó de un brinco.
–Ay, niña, niña, tú no sabes dónde te has metido. ¿No te dieron ningún folleto en la entrada del laberinto explicándote las distintas pruebas por las que tendrías que pasar? Ya veo que no. Pues bien, tengo que comunicarte que acabas de entrar en una calle por la que sólo puedes avanzar andando sobre tus manos, dando la espalda a lo que tienes por delante y mirando a lo que dejas atrás. Es muy sencillo, mira.
Y de un salto volvió a recobrar su posición invertida, mostrándole a Mar cómo tenía que hacerlo ella si quería salir de aquella calle.
–¿Y no hay posibilidad de retroceder?
–Imposible. Son las reglas de esta calle. Lo dice el folleto.
–¡Pero a mí nadie me dio ningún folleto, yo no sabía que iba a tener que hacer algo tan difícil!
–Yo no tengo la culpa. Yo no he hecho las normas.
Nunca hasta entonces, desde que David la introdujera en el laberinto, había tenido Mar una sensación tan fuerte de estar atrapada. Hubiera querido llorar, gritar, maldecir, pero las piruetas de aquel acróbata la hacían reír, reía a carcajadas cada una de sus cómicas pantomimas.
–Así me gusta, niña. Cuanto más rías, más fácil te será. ¿No te atreves a intentarlo?
–Pero, ¿y si caigo?
–¿Así que ya estás en la fase del “y–si–caigo”? Esos es buena señal, significa que has empezado a planteártelo. Pues te recomiendo que te armes de valor y lo intentes, ya que si no... Mira, ¿ves ese montón de huesos frente a aquel portal? Ellos no fueron capaces de superar la fase del “y–si–caigo”... Y ahí los tienes: un montículo de cráneos, tibias y fémures que la gente confunde con una instalación de arte contemporáneo a la que sacan fotografías para luego presumir de modernos delante de sus amigos. ¿No querrás tú que tus lindos huesitos vayan a parar a la fosa común de los pusilánimes? ¿A que no? Pues venga, ¡a andar sobre las manos!
Mar miró aquel montón de huesos y comprendió que lo único que podía hacer era intentarlo. Se acercó a la pared y, recuperando antiguas artes de colegiala, se apoyó sobre las manos e hizo el pino.
–¡Muy bien, bravo! aplaudía el equilibrista. –Has empezado justo por donde hay que empezar. Ahora... ¡Venga! ¡A andar se ha dicho!
Pero, por más que lo intentaba, parecía que los pies se le hubieran quedado pegados a aquella pared que la sostenía y de la que no era capaz de separarse.
–Vaya dijo el acróbata apenado. ¡Con lo bien que habías comenzado!... Mira, te voy a decir una frase mágica para ver si te sirve de ayuda... Es algo que leí en la introducción de de un libro que me gustó mucho... ¿Cómo era? ¡Ah, sí! Escucha: “¿Acaso le es posible al hombre ponerse en pie sobre otra cosa sino sobre el riesgo?”. ¿Has oído bien? “¿Acaso le es posible al hombre ponerse en pie sobre otra cosa sino sobre el riesgo?”. Repito: “¿Acaso le es posible al hombre ponerse en pie sobre otra cosa sino sobre el riesgo?”...
Esa frase que el equilibrista repetía una y otra vez fue convirtiéndose poco a poco en una canción. Y Mar, seducida por aquella balada que invitaba al riesgo, empezó a danzar sobre sus manos como nunca creyó que pudiese hacerlo. Y así avanzó y avanzó, con la mirada puesta en aquel triste montículo de huesos cada vez más pequeño, más lejano; viéndolo desaparecer y riendo; transportada por aquel cántico hacia el final de la calle.
–¡Ves, yo tenía razón! exclamó satisfecho el saltimbanqui. –Es fácil, muy fácil. ¿Bailamos?
Y, entonando el acróbata de nuevo su canción, bailaron y bailaron, rieron y rieron, hasta que la calle del andar sobre las manos terminó.
–Bueno, ya está. Prueba superada.
Y con un triple salto mortal volvieron a colocarse sobre los pies.
–¡Qué fácil ha sido! exclamó Mar, jadeante.
–Ya te lo dije, está chupado. Todo consiste en superar la fase del “y–si–caigo”. Una vez das el primer paso, ya casi has llegado al final.
Al despedirse del equilibrista, Mar quiso saber de quién era aquella frase que la había salvado de acabar en la fosa común de los pusilánimes.
–No sé contestó el saltimbanqui. No lo recuerdo. Me imagino que de un señor listo y con bigote.
Y, volviéndose a colocar sobre la palma de las manos, el joven acróbata reanudó su danza.
–¡Estaba tirado, ya te lo dije! repetía al alejarse. Y yo nunca miento.



Como yo sí recuerdo quién fue el señor listo y con bigote que escribió la frase de poder que utiliza el acróbata, quiero aprovechar la ocasión para agradecérsela al filósofo Miguel Morey. La descubrí en la lectura del pre-texto que escribió en una magnífica edición del poético libro de Jean Genet Para un funámbulo (Ed. José J. Olañeta, 1979). El libro lo presté para siempre hace años, pero recuerdo otra frase del mismo, esta del propio Genet, con la que me sentía muy identificada por aquel entonces: "El suelo te hará tropezar". 

He aprendido a amar el suelo gracias a las raíces de Dóron. No he tenido que renunciar a nada, de hecho nunca hace falta renunciar a nada: se trata de abrazar e integrar. Pero del abrazo integral hablaremos otro día. Hoy tocaba hablar sobre el riesgo, ese perfume en el aire que respiro mientras experimento el gozo del ineludible y necesario salto al vacío al que todos hemos sido llamados.

miércoles, 6 de mayo de 2015

LA SALIDA DEL LABERINTO

Estoy preparando una conferencia sobre el simbolismo iniciático del Juego de la Oca. El tema me llama desde hace años y al fin encontré la excusa para sumergirme en ese océano insondable y misterioso que son sus símbolos: las ocas, el puente, la posada, los dados, la cárcel, la muerte... Y el laberinto, mi símbolo iniciático favorito, viejo amigo y sabio maestro.

Dice la RAE que un laberinto es un  Lugar formado artificiosamente por calles y encrucijadas, para confundir a quien se adentre en él, de modo que no pueda acertar con la salida y, por ende, una Cosa confusa y enredada. Pero, ¿no es laberinto, la vida? ¿Un laberinto cuya única salida posible sería la muerte? Así vi a mi amigo durante mucho tiempo: como una trampa que me atrapaba y a veces hasta me enamoraba. Fomentaba mi confusión, sí, y alimentaba mi frustración, también, pero siempre me obligaba a seguir adelante y a crecer con cada nuevo paso.

Sin embargo, a medida que fui adentrándome en él, y de forma proporcional al amor que en mí iban despertando sus regalos de sabiduría, el laberinto me empezó a mostrar otro rostro mucho más amable.

Existen dos tipos de laberintos. Uno, el de caminos intrincados, encrucijadas sin fin, callejones sin salida y máxima sensación de extravío. Ese territorio de angustias fue mi laberinto al principio. Sin embargo, a medida que aprendí a relajar mi cuerpo, a calmar mi mente y a apaciguar mis emociones, un nuevo concepto de laberinto emergió: el laberinto clásico o perfecto, ese que aparece en grabados rupestres por todo el planeta, el que fue plasmado sobre el suelo de algunas famosas catedrales como expresión de un ordenado trayecto iniciático. Ese laberinto solo tiene un camino, un único camino y un único acceso. Cuando recorres este tipo de laberintos, la confusión te sigue y te persigue, como una sombra de tu propia sombra, pero el orden que gobierna el trayecto acaba por imponerse: quizás no entiendas porqué el camino ahora gira a la derecha, o lo hace a la izquierda, pero sabes que tu camino es el camino y te comprometes con él dando un paso y otro más hacia adelante. Y ¿qué hay delante? ¿Cuál es el destino de tus pasos y de los míos, de todos los pasos  en el laberinto? El destino es alcanzar el centro, es decir, el callejón sin salida absoluto, la última frontera.

Imagínate allí. Has recorrido tu camino, muy confusa y angustiosamente al principio, más conscientemente después… ¡Y todo para llegar a un callejón sin salida! ¿Un chiste cósmico? No, la última lección del laberinto: encontrar la salida donde aparentemente no la hay.

Algunos no comprenden nada y piensan que se sale por donde se entró. Yo pensaba así unos años atrás. Pero, recientemente, he creído comprender dónde está la salida cuando la vida te sitúa ante ese muro infranqueable: la salida no es ir hacia atrás, sino ir hacia adentro.

Cuando comprendes que la salida del laberinto está en ti y siempre estuvo en ti y siempre estará en ti… En adentrarte en tu centro y reconocer tu Ser… Entonces, puedes recordar el mito de Teseo y Ariadna, y sus símbolos te hablarán con claridad diáfana y te revelaran tu verdadero rostro, es decir, el mío y el del Todo.


Pero eso dejémoslo para otro momento.